Vee despertó.
Los lobos salían de cacería.
Un latigazo de dolor la sacudió mientras se incorporaba para verlos a través de la mira telescópica. Buscó a la presa de la manada, de seguro un conejo o un lobo enfermo de algun otro grupo. Era lo segundo. A la distancia, entre la lluvia de ceniza, varias manchas grises perseguían cuesta arriba a una mancha entre marrón y naranja, desplegándose en un semicírculo que se estrechaba cada vez más. Pobre desgraciado. Nadie nunca se libraba de una persecución de lobos. Salvo ella, claro está.
Tenía hambre. La comida había escaseado desde que entró en aquella zona donde la lluvia de ceniza era eterna y caía del cielo pesada como plomo. De seguro, gruñó Vee para sus adentros, era radioactiva, aunque ella aun no tenía síntomas de envenenamiento. ¿Hace cuánto tiempo se le había acabado el DZPA? Recordó cómo dos noches atrás se había quedado dormida al raso, extenuada tras la caminata, solo para despertar casi ahogándose cubierta por un manto gris metiéndose en sus pulmones. Parecía que la lluvia mataba todo. No habían conejos, ni ciervos, ratas, ni siquiera gusanos en los árboles podridos. Toda la caza había desaparecido, ahuyentada por el pésimo clima. Al parecer los animales comunes eran mucho más inteligentes que ella.
“Pero este es el camino más corto al Páramo”, pensó. En el supuesto, claro, que aquella ancianita flacucha no la engañara con la ruta. Parecía confiable, un rasgo que Vee no había visto en largo tiempo desde la muerte del Viejo. Lo sabía porque no tenía ganas irrefrenables de pegarle un tiro a ella, a sus dos nietecitos y a su hijo que la miraba con una cara extraña que a Vee le producía una especie de asco. El mapa le costó caro: carne seca para una semana y una batería que hasta funcionaba y todo. La viejecita casi se había ido hacia atrás cuando vio su bombilla vieja encender con la batería. Ilusa viejecita, ¿no sabía que la luz atrae a las alimañas? Bueno, ese ya no era el problema de Vee. El mapa ahora estaba en la mochila con todos sus cacharros, una mochila que se hacía cada vez más pesada a medida que no encontraba nada para comer y había comenzado el penoso ascenso para atravesar las montañas, siguiendo la ruta indicada en el mapa mohoso.
Antes de bajar, examinó bien el terreno. Había dormido en una especie de colina agreste que sobresalía como un dedo de la ladera de la montaña. A su espalda solo quedaban estribaciones afiladas e impracticables, mientras delante a lo lejos, la presa de los lobos los estaba llevando a una agrupación de cabañas que quizá estaban intactas tras el desglaseado, cubiertas profusamente por la maldita ceniza que caía incesante del cielo. El paso hacia el otro lado estaba más arriba, coronado por una cabaña con una alta antena, que ella llamó estación de radio aunque quizá no lo fuera, solo para tener las cosas claras. A lo mejor estaba intacta y la habría saqueado el día anterior si la noche no se le hubiera echado encima. Observado todo con cuidado, Vee saltó hacia abajo y comenzó a caminar con cuidado, la alfombra inmensa de ceniza amortiguando sus pasos. Hacía mucho frío. La lluvia era de ceniza, sí, pero a esa altura también había nieve: la notaba en la cara. Fué rápida pero silenciosa hacia el lugar donde esperaba que los lobos ya estuvieran mordisqueando a su víctima. Su plan era simple. Un disparo al aire para dispersar a la manada, cortar de prisa algo de carne del cadáver antes que los lobos se pongan furiosos, correr como desquiciada, cenar proteínas. Estaba muy muy cerca de su objetivo: el mapa decía que el Páramo estaba justo al otro lado de la montaña, tras descender. No iba a ser tan estúpida para disparar a los lobos. Tenía pocas balas y por experiencias previas, con pocas municiones eso solo los provocaría más y la cena sería ella.
Se adentró por las ruinas rotas de aquel lugar y dobló una esquina. Vio a la manada varias decenas de metros más allá, rodeando a su víctima, que se defendía a dentelladas y ladridos. Un perro, pensó Vee, alzando una ceja. Ya casi no habían perros en el mundo. Todos se habían vuelto ferales, abrazando sus antiguas costumbres, los genes moldeados durante tanto tiempo, con tanto esmero y con tanta avaricia por los humanos, ahora diluídos entre los lobos. El perro ladraba y gruñía quizá sabiendo que estaba condenado, decidido a vender cara su piel aun cuando no tenía salvación, arrinconado al fondo de un callejón hecho de rocas y árboles derribados. Vee solo tendría que esperar a que los lobos lo despacharan y entonces entraría en escena.
“Callejón hecho de árboles y rocas” debió haberla advertido, pero tenía tanta hambre que no pensaba con claridad. Dio un pequeño paso hacia adelante y cayó en la trampa de lazo. El mundo se puso de cabeza y un latigazo de dolor le ahorcó el tobillo. “Mierda”, pensó, mientras apuntaba el rifle a todas direcciones, recobrándose rápido del susto. No apareció nadie. Quien fuera el hijo de puta que puso la trampa, no estaba allí. Pero ahora tenía otro problema: el perro se había esfumado y los lobos, sin su presa y al ver un bulto moviéndose, colgado del aire, se dirigían hacia ella.
“Pero por supuesto”, gruñó Vee en sus adentros, maldiciendo su estupidez. La manada la rodeó, mientras los lobos más atrevidos daban saltos intentando alcanzer su cabeza. Por fortuna estaba lo bastante alto para estar protegida de los colmillos pero lo suficiente para romperse algo al caer si usaba el cuchillo que tenía para cortar la cuerda. Solo debía esperar a que los lobos se aburrieran y fueran a buscar otra presa que no esté colgada ridículamente de un pie. Pero, ¿cuánto tardarían en irse, si es que acaso se iban?
De pronto el aire se llenó de disparos y remolinos de ceniza. La manada se convirtió en una esponja de balas en un segundo. ¿De dónde, de dónde disparaban? Antes de poder responder a la pregunta, los disparos se fueron y todo quedó en silencio. Luego, dos figuras se levantaron del manto de ceniza, donde habían estado camuflados. Disparó directamente al pecho de uno, pero el otro la rodeó y le desherrajó un directo a la nariz. Notó como las fosas se llenaban de sangre y abrió la boca para no ahogarse.
—Hija de puta —bramó el idiota al que le disparó, a gatas en el suelo— ¡Me atravesó el chaleco!
—Es en el hombro, no vas a morir —el otro arrugó la boca, mostrando los dientes—. Mira, es una mujer. Y es joven.
El del chaleco atravesado sonrió torvamente y miró a Vee, que luchaba por expulsar la sangre de su nariz rota. Vee se balanceó un poco, lo necesario para no provocar alarmas y vio al maldito perro, por un lateral. El animal tenía la cara ancha por el pelo y los ojos oblicuos, llenos de inteligencia. La miró atentamente y se sentó a una distancia prudencial de los tres.
—El asqueroso aun no confía en nosotros —dijo el hombre herido, que ya se estaba desabrochando el chaleco. Soltó una maldición cuando vio la sangre en su ropa. Efectivamente, la bala de Vee había tocado su cuerpo.
—No importa, mientras nos ayude a cazar. Lo único que le interesa es la carne. La carne humana. ¿Quieres un trozo de esto, verdad perrito? La tendrás después de repartirla con los muchachos. Un aperitivo antes de llegar al Páramo.
El hombre cortó el contrapeso de la trampa de lazo y Vee cayó al suelo como un saco. No se hizo tanto daño como creyó, gracias a la alfombra de cenizas, pero perdió todo el aire cuando el hombre de pie le atizó dos patadas en las costillas y acto seguido se agachó a buscar en su mochila. La envolvió el dolor y la ira, pero también la burla. ¿Es que eran estúpidos? ¿Qué clase de idiotas saquean las pertenencias de alguien sin haberla matado?
“Lento” sonó la voz del Viejo en su cabeza. Al comprobar la mochila casi vacía, el hombre se inclinó a levantarla al suelo y le puso la mano en el hombro. Sería la última cosa que aquella mano tocara jamás. Desenvainar el kukri y cercenarle la mano a aquel imbécil le tomó un solo movimiento fluido. Giró la cintura, dio otro tajo corto y le cortó la garganta. “El otro tiene un arma”, pensó. Se tiró al suelo justo a tiempo para sentir la bala zumbando a pocos centímetros de su cara. El hombre no logró hacer otros disparo. De pronto tuvo al perro encima de él, masticándole la garganta mientras Vee que quedaba helada por la escena.
No tuvo tiempo para sorprenderse por la ayuda del animal. “Dijo muchachos”, pensó su cabeza. Como un rayo se abalanzó sobre su mochila y la izó hacia su hombro. Rompió a correr entonces hacia arriba, a la cima de la elevación, en dirección a la estación de radio. Tuvo razón al darse prisa. No había corrido cien metros cuando las balas comenzaron a sonar a su alrededor. Los “muchachos” del cadáver comenzaron a perseguirla entre claras maldiciones. “Corre, corre”. Se deshizo las piernas en la subida mientras el perro pasaba a su lado en la misma dirección en una carrera que parecía un vuelo. Vee pensó en afianzarse en la cabaña y vender cara su vida desde allí, pero el perro, que la había adelantado, le ladró en un tono de urgencia. “Síguelo” le dijo la voz del Viejo. Le hizo caso al fantasma del anciano que aún vivía en su cabeza y al llegar junto al animal, vio en el suelo una gran plancha de metal liso. “No eres del todo un patán”, le dijo al perro. Se subió al trineo y apenas sintió al animal acomodarse en su espalda, se lanzó directamente hacia el otro lado de la montaña.
—Pan duro y agua. Bueno, ahora el pan no está tan duro. Excelente. También nos queda una lata de… ¿carne? No importa si es para perro, me la comeré yo. Ah, también tengo una botellita té. El chaleco está intacto y mi rifle está mojado, pero aun nos sirve.
Vee estaba haciendo inventario de su mochila. Tomaba cada objeto y se lo enseñaba al perro, que ladeaba la cabeza apreciativo, pero aun seguía a una distancia prudente de ella. Había decidido conservarlo (aun cuando el comentario del idiota acerca de comer carne humana la inquietaba un poco), aunque lo más apropiado era decir que el animal había decidido conservarla a ella. El descenso había sido bestial. El trineo se había deslizado montaña abajo con facilidad hasta que alcanzó la capa de nubes. Entonces la tierra pareció hundirse y el trineo estuvo suspendido en el aire lo que a Vee le pareció un siglo. Tras un siglo en el aire, hubo un sonoro impacto y Vee estaba debatiéndose en los rápidos de un río, sin ocurrírsele soltar su preciosa mochila. El perro se le acercó y ella lo cogió del lomo mientras el animal la guiaba corriente abajo con destreza increíble. No tuvo idea de cuanto viajaron hasta que al fin recalaron en un remanso donde Vee pudo tocar tierra, presa de un infinito agotamiento. Quizá se desmayó, o quizá durmió unas horas o un minuto. Cuando despertó, el perro seguía allí. Dio un vistazo a la montaña. No pudo creer cuan lejos estaba. Sin duda alguna el perro le había salvado la vida, pero ella no iba a dejar que se ufane de ello, por supuesto.
—Será mejor que sigamos caminando, esos idiotas no tardan en bajar —Vee observó con detenimiento la montaña—. Tenían muchas balas, debieron toparse con un refugio desglaseado camino aquí. Aunque les llevamos la delantera y además…
Miró a su alrededor. Varios árboles vivos pero marchitos se levantaban sombríamente casi hasta la orilla. Las ramas estaban caídas y viejas, pero aun así tenían un color que Vee no había visto en mucho tiempo: verde. Se dio cuenta que pisaba grass y que una tímida flor color lila desvaído asomaba entre dos rocas.
—El Páramo —dijo maravillada, contemplando el lugar con un nuevo tipo de hambre en su corazón.
Iniciaba su viaje.